Gasto público en ciencia y tecnología en México, ¿por qué, cómo y para qué?

Este primer año de gobierno ha traído consigo un interés por los asuntos públicos de México como hace mucho tiempo no se percibía. Las discusiones por temas económicos, educativos y sociales han estado a la orden día. Esto —sin duda— se acentúa en las discusiones presupuestarias que plasman las prioridades políticas, sociales y económicas del gobierno federal, y que despiertan cuestionamientos e inquietudes sobre los incrementos, disminuciones y en general sobre la distribución de los montos.

Es a propósito de este periodo y de un profundo interés por los vertiginosos cambios tecnológicos que actualmente se viven —y que se anticipa vendrán con mayor fuerza— que el presente texto analiza los gastos y presupuestos en ciencia y tecnología del gobierno mexicano. La idea general es sostener que el Estado, a través de sus prioridades reveladas en el gasto público, juega un rol esencial en la creación de incentivos y expectativas necesarias para catalizar la innovación y el desarrollo tecnológico. Apostar por la tecnología y las habilidades para crear valor con ella, es una acción necesaria e impostergable que un Estado preocupado y ocupado por potenciar el desarrollo debe realizar para lograr de una vez por todas la tan ansiada adaptabilidad y transformación de la matriz productiva.

Y es que las tecnologías actuales, a diferencia de las empleadas en otras épocas, tienen una mayor probabilidad de provocar la automatización o eventual sustitución de personas (como el caso de los rápidos avances en materia de robótica expuestos por el proyecto de Boston Dynamics, con los que han superado exitosamente diversos “cuellos de botella” ingenieriles). Adicionalmente, es más factible que las tecnologías actuales sustituyan largos procesos de aprendizaje (como lo sugiere la disponibilidad de servicios de traducción inmediata). Finalmente, la capacidad que ahora se dispone para almacenar e interpretar enormes cantidades de información, sugiere la posibilidad de que algunas de las capacidades cognitivas, como el procesamiento, la memorización y la toma de decisiones dejen de ser una característica exclusiva de las personas.

A nivel global, la preocupación gira en torno a los efectos que estos cambios tecnológicos tendrán en la vida laboral y cotidiana de las personas. Preocupa también —en específico— el cómo afectan y afectarán estos cambios en sus trayectorias educativas. Se estima que la exclusión tradicional derivada de un abandono temprano del sistema no sería ahora la única fuente potencial de desigualdades, ya que la tecnología podría reducir el valor de otros conocimientos, credenciales y experiencias formativas que hasta hoy representaban acceso a mejores oportunidades laborales.

Ahora bien, la velocidad exponencial del avance tecnológico ha venido a desafiar el papel que juega el Estado como actor importante en la creación de las condiciones necesarias para hacer frente a los cambios y crear valor con las tecnologías. Se presume que el Estado ha sido el origen de los cambios tecnológicos más importantes, tal como lo argumenta la economista de University College London, Mariana Mazzucato, quien sostiene este argumento señalando que de no ser por la participación de las agencias públicas, a través de la inversión, grandes innovaciones de importancia mundial, como Silicon Valley o la misma NASA hubiesen sido irrealizables. Evidencia de esto, por cierto, es lo logrado gracias a la inversión en agencias como la DARPA [Defense Advanced Research Projects Agency] institución creadora del primer mouse de computadora, los primeros receptores GPS en miniatura, pantallas HD y del primer asistente personal digital.

Con este antecedente, un gobierno que apuesta a la transformación y el desarrollo incluyente, no puede eludir sus responsabilidades en la creación de capacidades productivas, no sólo invirtiendo en infraestructura, sino también —y quizás, por encima de todo— creando conocimiento, innovación y nuevas tecnologías. Ante la aceleración de los cambios globales, los gobiernos tienen la oportunidad y la importante función, por medio de la planeación y ejecución del gasto público, de crear condiciones y nuevos mercados en donde interactúen las empresas, las instituciones educativas y las agencias públicas con un mismo propósito: crear riqueza, distribuirla y retomar la senda de crecimiento sostenido.

En México, las cifras de gasto demuestran que sucede lo contrario a lo que genuinamente se esperaría. El desarrollo de la ciencia y la tecnología no ha sido, y se vislumbra que tampoco lo será, una prioridad ni del Estado y en consecuencia tampoco del sector privado. No existe un liderazgo institucional que apueste por la transformación productiva. Comencemos por la perspectiva global.

El Banco Mundial ha creado un indicador de gasto en investigación y desarrollo que toma en cuenta el conjunto del gasto, corriente y de capital, que realizan las empresas, el gobierno, las instituciones de educación superior y las organizaciones privadas sin fines de lucro. Gracias a este indicador, es posible observar que en México se logra casi el 0.5% del Producto Interno Bruto (PIB), cifra considerablemente inferior al promedio de los países de la OCDE (2.3%).

Es importante añadir que el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt) mide el Gasto en Investigación Científica y Desarrollo Experimental (GIDE). Según el informe general del estado de la ciencia, la tecnología y la innovación 2017 de Conacyt, este indicador ascendió al 0.48% del PIB en 2017. Si bien esta cifra es similar a la reportada por el Banco Mundial, es posible dimensionar, gracias a su construcción, que la gran parte (62.5%) proviene del sector público, mientras que el 22.9% proviene del sector privado y 14.6% de otras fuentes.1

En lo doméstico, una mirada a la evolución del gasto público en ciencia y tecnología del gobierno federal profundiza esta preocupación. La actual Ley General de Educación, en su artículo 25, señala que el monto anual que el Estado —federación, entidades federativas y municipios— destine al gasto en educación pública y en los servicios educativos no podrá ser menor a 8% del PIB del país; de este monto, deberá destinarse al menos el 1% del PIB a la investigación científica y al desarrollo tecnológico en las instituciones de educación superior públicas. Desafortunadamente, las cifras muestran contradicciones y dificultades para su cumplimiento.

En los últimos 10 años, el monto asignado a ciencia y tecnología por parte del gobierno federal ha rondado entre el 0.2% y 0.3% del PIB, mostrando un repunte entre 2014 y 2015, para posteriormente comenzar un claro descenso reflejado incluso tanto en el presupuesto de egresos aprobado en 2019 (PEF 2019), como en el proyecto presentado por el Ejecutivo recientemente (PPEF 2020). En términos nominales, para el año 2019 se aprobaron alrededor de 48,728 millones de pesos, cifra que para 2020 se proyecta que ascenderá a los 49,390 millones de pesos: en valores reales significa una disminución de más del 2%. En cuanto a su importancia relativa, ciencia y tecnología ha representado alrededor del 1% del gasto público total, alcanzando su mejor año en 2015, cuando la cifra ascendió al 1.5% del gasto. Sorprende que, en la discusión presupuestaria de 2019 y 2020, esta importancia relativa haya disminuido aún más, llegando a representar apenas el 0.8% del presupuesto total del gobierno federal.

Aunado a esto, preocupa el desacople que actualmente existe entre la ciencia, la tecnología y las instituciones educativas en México. Esta conversación resulta pertinente para identificar mecanismos y políticas públicas a diseñar con el fin de que el surgimiento y aplicación de nuevas tecnologías no interactúe con desigualdades existentes, o bien culmine en desigualdades nuevas y complejas de resolver. Bajo una perspectiva en la que se asume a la educación como un mecanismo para generar mayor igualdad a través de intervenciones equitativas, anticipar los efectos y las interacciones que resultarán de un cambio en la demanda por ciertos conocimientos o competencias es un proceso clave para garantizar una mayor efectividad de los sistemas educativos. En este sentido, está evidenciado que, lejos de padecerlo, los cambios tecnológicos pueden resultar beneficiosos si la calidad de los sistemas educativos es alta y los factores se ajustan al aumento de la productividad marginal del trabajo altamente especializado.

Señalado todo lo anterior, resta argumentar por qué, cómo y para qué gastar en ciencia y tecnología.

• Por qué: Es necesario crear condiciones de adaptabilidad para los cambios tecnológicos que se avecinan. De no hacerlo, se advierte una complicidad, desde el Estado, con las profundizaciones de las brechas productivas, sociales y educativas que actualmente ya se padecen.

• Cómo: La acción inmediata consiste en aumentar el gasto en ciencia y tecnología con una perspectiva distinta, apostando por la creación de nuevos mercados en donde la innovación y el desarrollo tecnológico proliferen en toda la sociedad, provocando la participación comprometida y constante de las empresas, las instituciones educativas y a de la sociedad civil.

• Para qué: Aunado a ello, el ejercicio de este gasto debe reflejarse en más y mejores condiciones de infraestructura que potencien la investigación en áreas trascendentales como la salud, la educación y la economía en su conjunto. El fin es lograr un vínculo sólido del sector educativo con el sector productivo, que ponga en el centro de las estrategias al desarrollo de la ciencia y la tecnología.  Además, es una opción viable para incidir positivamente en el cambio de las trayectorias de las personas, brindándoles la oportunidad de acceder a nuevas áreas del conocimiento.

 

Finalmente, a propósito de estas tres preguntas, y a sabiendas de que estamos ad portas de iniciar el debate de la nueva Ley General de Ciencia, Tecnología e Innovación, es fundamental reiterar que la adaptación y el avance tecnológico requiere de la voluntad política, el esfuerzo y el compromiso de todos los actores involucrados, tanto del sector público como del sector privado. Para que este debate llegue a buen puerto, es vital que el gobierno asuma riesgos en materia de gasto y creación de nuevos mercados para la ciencia y tecnología, pero que en correspondencia las empresas y la sociedad civil se sumen a estos esfuerzos y adquieran un rol más estratégico y determinante, siempre con miras hacia el desarrollo incluyente.

 

Artículo Tomado De: https://educacion.nexos.com.mx/?p=2073